Patagonia Austral

 Estoy lo más al sur que alguna vez quise. Vengo andando así sola hace años. Cruzo la estepa con un brazo tapándome la cara, el viento patagónico es tan fuerte que te agrieta la piel. La piel seca toma la forma de la tierra que vas pisando. Una amiga con la que ya no hablo una vez me dijo que soy como el clima, que voy cambiando según el lugar que visito. Como si todo no estuviese cambiando continuamente por nuestra presencia. Como si todo no fuese un ida y vuelta constante. Yo cambio por el clima igual que el clima cambia por mí. Mientras me pierdo por estas ideas paseando por el desierto, me doy cuenta de que me convertí en una anciana. Mi pelo se secó, mis manos se entumecieron y mis ojos se arrugaron por el polvo gris que viene de las montañas. Es un polvo muy fino que duele cuando te atraviesa los parpados.  En mi espalda se gestó una joroba por el peso de la mochila. No la suelto porque llevo en ella todo lo que necesito para encontrar lo que busco. Tengo muy en claro lo que busco y por eso temo que no voy a encontrarlo nunca. 
 Mientras me pierdo por estas ideas paseando por el desierto, me doy cuenta de que me convertí en una
Veo a mi alrededor. No hay nada nuevo que me sorprenda. Me acostumbre tanto a vivir buscando que ya nada puede encontrarme a mí. Ahora soy solo solo una vieja loca en busca de algo que alumbre un poco su cara. Una vieja loca que sueña que aquello que busca se ilumine al verla llegar.

Me tropiezo con una piedra y caigo al suelo de rodillas, clavándose en ellas más piedras.  Estoy agotada, no doy más. Llevo años caminando y lo único que veo son plantas secas con espinas, ese polvo maldito que te quema la vista y estas malditas piedras duras. Harta me saco la mochila, la revoleo, ya no quiero cargarla. No me interesa encontrar nada, quiero morirme acá. Agarro una de las piedras, la más puntiaguda que encuentro y me golpeo el corazón. Me doy muy fuerte en el pecho. Lo golpeo varias veces hasta que se abre y de mi herida sale sangre. Es una sangre rojo purpurea. Mi piel es ahora una montaña quebrada donde emerge una cascada que riega la tierra. Me quedo arrodillada viendo como mi sangre nutre el suelo. Mis manos de vieja se tocan el pecho para abrirlo más, a ver si el polvo entra de lleno y termina de matarme.

Me quedo así obsesionada con mi tumba y me doy cuenta que por primera vez en años el viento dejo de soplar. Estoy sintiendo algo que nunca antes había sentido. Ya no me pesa la espalda ya no me duelen las manos y lo más hermoso es que puedo abrir sin miedo los ojos.  Me levanto para ver que el paisaje es otro. Como un espejo se posa frente a mí,  un ave con el pecho igual de rojo que el mío. El ave se agita y me grita: - Loca, estas loca. Yo también estoy loca - Y se le ilumino la cara al decírmelo. Con esa cara iluminada al verme me iluminé yo también. Estoy loca, si, loca de estar enamorada. De la tierra ensangrentada brotan flores, de las flores abejas y de las abejas miel. Una delicia dulce y brillante que nos comemos juntas con la loica. Después de la miel,  la loica me dijo: - Vamos loca hay mucho más  que ver por allá- Y así nos fuimos, subiendo muy alto, lo más al norte que alguna vez soñamos para darle la vuelta al mundo.

Vuelo con el pecho rojo abierto. El dolor es ahora una cosquilla que me recuerda que soy una loca enamorada. Estoy enamorada de estar enamorada. Enamorada estoy de todo lo que me rodea. Y gracias a este amor puedo ver el brillo, oler el perfume y degustar cada detalle que emerge de esta tierra.